miércoles, 26 de septiembre de 2007

SAID

El erotismo veraniego abandonaba las playas norteafricanas al paso que la sensualidad del otoño impregnaba la cadencia de las olas. Buscaba un sitio donde sentarse en aquella playa sin arena. El Estrecho era una especie de bálsamo que le introducía en un místico viaje hacia la otra orilla, sin barcos y mareos, dejando a su espalda la hermosa Ceuta, tan celosa de su destino, tan europea pero tan africana.

Said seguía en paro a sus veinticinco años. No era el único. La opción del ejército siempre estaba presente, pero no era la suya. A menudo realizaba trabajos mal remunerados pagados en dinero negro. Sus padres eran comerciantes y estaban planteando vender su pequeña tienda, no era buen momento para los negocios.

El instinto del grito recorría sus venas a cada segundo. ¿Gritar? Había mucha gente en silencio, cientos, tal vez miles. No quería despertarlos de su sueño, no pretendía enfadar a nadie. Su necesidad era mayor por latido. Con la brutalidad del león y la mirada del lobo ibérico sacó de su pecho el Grito, que parecía llanto, más desgarrador que de Gibraltar en adelante se había sentido. No tenía mensaje. Sí contenido. Said rió con el histerismo del neurótico. Todos seguían callados, inmóviles. Sus labios se los había llevado el mar, para nada y por siempre.

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